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Una lectura cuidadosa del ''Quijote'' revela que la genial novela no sólo está hecha con palabras. Como toda gran obra literaria, la obra cervantina está llena de silencios. El narrador (que no puede ser equiparado con Cervantes, como hemos establecido en otra ocasión) calla y omite ciertos detalles, o los dice a medias. El presente texto discute las omisiones cervantinas y las hace patente con tres ejemplos, extraídos de la primera parte de la novela, que más que descuidos o inconsistencias, como han querido ver algunos, los silencios de Cervantes nos muestran el cuidado con que el autor armó su escritura.
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En el número anterior (33-2) de esta revista se publicó una nota del filólogo español Antonio Carreira (“Crítica de la edición crítica”) que constituye una “Respuesta a Margit Frenk”. Responde, en efecto, a un artículo (“Un poema en movimiento”) en el que he cuestionado la metodología utilizada actualmente en las ediciones más serias de poemas líricos españoles de los siglos xvi  y xvii . A modo de ejemplo, analizo la edición que hizo A. Carreira de un famoso romancillo de Góngora, el primero de su impresionante edición crítica de los romances del poeta y atribuidos a él. Para que se sepa de qué estamos hablando, necesito exponer brevemente los antecedentes de ese debate.    
  
A careful reading of ''Don Quixote'' shows that this masterly novel is not composed of words alone. As all literary masterpieces, the Cervantine work is full with silence. The narrator (who cannot be identified with Cervantes, as we have established before) keeps silent and skips over certain details, or gives partial accounts of them. This paper discusses some Cervantine omissions, and evidences by means of three passages from the first part of the novel that such silences are not overlooks or inconsistences, as some have suggested. Instead, Cervantes’ silence shows the great writing skill of the author.
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El Siglo de Oro español fue una época de enorme actividad poética, una actividad que rara vez desembocaba en libros impresos y sí, frecuentemente, en manuscritos. El proceso de transmisión se ha venido describiendo así: garabateado por el poeta en un papel, el texto del poema era copiado por aficionados en papeles sueltos que, a su vez, volvían a copiarse y que eventualmente podían ir a dar, junto con otros, a un cartapacio y a un manuscrito de “Poesías varias de diferentes autores”. Y este manuscrito, por su parte, servía para alimentar nuevas copias. En el curso de la transmisión el poema se desprendía casi siempre del nombre de su autor y circulaba anónimamente; además, iba generando variantes, ya involuntarias, ya deliberadas. Como casi nunca se conserva el texto original, lo que el editor moderno tiene frente a sí son los manuscritos y alguno que otro impreso, que manifiestan a las claras el laberíntico proceso de la transmisión.
  
==Palabras clave==
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El editor que ejerce la “crítica textual” aspira a establecer un texto que se acerque lo más posible a lo que considera que fue el perdido poema original. Se abre camino entre las muchas versiones y va desechando todas las variantes claramente erróneas y también las que él juzga desacertadas y ajenas al estilo del poeta y por tanto advenedizas, espurias. Por lo general, publica entonces una sola versión y da cuenta, sintéticamente, de las demás y de sus variantes.
  
Quijote; Cervantes; escritura cervantina; silencio.
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Frente a esta manera de proceder y a la visión de las cosas que implica se alza otra concepción distinta, para la cual la transmisión no se limitaba en esa época a copias de copias, sino que incluía una dimensión que no suele interesar a la crítica textual: la de la memoria y la voz. Como he tratado de mostrar en otros sitios, la memoria y la voz tuvieron un papel protagónico en la difusión de las obras escritas, y esto, desde la Antigüedad, durante la Edad Media y todavía en los siglos xvi  y xvii . Sobre la poesía española de estos dos siglos, decía yo en el mencionado artículo:
  
==Keywords==
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En el caso de los poemas breves, ya narrativos ya líricos, la enorme importancia que tuvieron la memoria y la voz —la voz que recitaba y la voz que cantaba— no debería soslayarse nunca, porque implica [un] hecho fundamental […]: que los poemas, por cultos que fueran […], no constituían textos fijos, inmóviles. La memorización y las repeticiones orales de los poemas hacían que estos fueran cambiando, en un proceso dinámico que los mantenía en continuo movimiento, en un estado de fluidez parecido al de la poesía popular (“Un poema”, 106-107).
  
Don Quixote; Cervantes; Cervantine writing; silence.
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Algunas de las innumerables repeticiones orales o “vocales” de los poemas iban a dar a las antologías poéticas manuscritas e impresas. Estas reflejan, entonces, no solo la labor de los copistas, sino también y a menudo la circulación memorística de los poemas y su oralización. Recordemos además su generalizado anonimato, fenómeno importante, porque es “como si la autoría no tuviera mayor importancia, como si toda poesía fuera considerada un bien común, y la gente se sintiera con derecho a meterle mano” (107).[[#fn0005|<sup>1</sup>]]  Olvidado el nombre del poeta y perdido el texto que él había compuesto, el poema se embarcaba en una nueva existencia, sin por ello perder generalmente su esencia original, su identidad primigenia.     
  
Conviven encel arte de Cervantes, entre otras muchas, dos facetas opues-tas: por un lado, el gusto por las descripciones muy detalladas; por otro, una tendencia a callar ciertas cosas. Los silencios suelen pasar inadvertidos por los lectores, que, atrapados por la fascinante narración, siguen adelante sin volver la cabeza.
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Si la crítica textual establece para cada poema un texto único y rechaza o relega las variantes, la otra visión de las cosas considera que el poema, en esas circunstancias, no tiene un solo texto, fijo e inmutable, y ve con interés las variantes, pues —dejando de lado los errores evidentes— revelan la vida que el ya anónimo poema cobraba en boca de la gente que lo recitaba y lo cantaba. Era un proceso análogo, aunque no igual, al de la circulación de las canciones  populares. A propósito de la tradición oral, decía José María Díez Borque en 1985 (''El libro,''  47): “Lo que supone la crítica textual de fijeza, de búsqueda de unidad en la diversidad, de pureza, de conversión del texto en monumento inalterable [es] todo lo contrario […] de la movilidad fluyente, de la variación como norma”.    
  
En ocasiones, una lectura cuidadosa revela leves indicios de algo que el autor, a la vez, se empeñó en ocultar. Un buen ejemplo es el nombre original de don Quijote: tres señales aisladas muestran que su creador le puso en su imaginación el apellido de ''Quijana'' ( [[#bib0005|Frenk, 2013a]]: 37-47), pero lo escondió entre otros nombres posibles. Las más veces, sin embargo, no hay ni siquiera esos indicios, y de ello tenemos un ejemplo precioso justamente en relación con ese nombre y con ese ocultamiento. Porque no sólo Pedro Alonso, “labrador de su mesmo lugar y vecino suyo” (I, 5), conocía a su “compatrioto” como “señor Quijana”, sino también el cura, el barbero y Sancho Panza (aparte, claro, del ama y la sobrina). Pero ninguno de ellos menciona el nombre una sola vez, y durante muchos capítulos ninguno de ellos lo llama tampoco por su nuevo nombre, porque sólo oímos “don Quijote” en boca del propio personaje y, sobre todo, en voz del narrador, que lo ha hecho suyo desde el primer momento.
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Mi artículo se centró en el análisis de la edición del divulgadísimo romancillo de Góngora “La más bella niña / de nuestro lugar” (''Romances,'' I, 184-189), que Carreira encontró en nada menos que 38 manuscritos y ocho impresos contemporáneos. De entre todos ellos, eligió la versión del códice de 1628 que contiene los poemas de Góngora reunidos por Antonio Chacón tras ocho años de colaboración con el propio poeta y después de haber consultado abundantes manuscritos. Una fuente autorizada, pues, pero una fuente compilada más de treinta años después de la fecha de 1580 que el mismo códice adjudica a “La más bella niña”. Todas las demás versiones quedan comprimidas en el impresionante “aparato de variantes”, donde se registran, pasaje tras pasaje, las discrepancias que esas 45 versiones presentan con respecto a la elegida como “canónica” (la palabra es de Carreira). He aquí el hermoso romancillo, tal como figura en la citada edición:
  
Hay ocultaciones aún más notables. Me referiré a tres de ellas, situadas en los últimos capítulos del ''Quijote'' de 1605. Veremos la enorme habilidad de Cervantes para omitir información que por razones de estrategia artística no quiere revelar, y cómo logra que saltemos por encima de esos huecos sin siquiera percatarnos de su existencia.
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{| class="wikitable" style="min-width: 60%;margin-left: auto; margin-right: auto;"
  
En ocasiones, Cervantes nos proporciona información incompleta, ocultando un elemento que puede ser crucial. Tal es el caso de la jaula en que llevan a don Quijote a su aldea en el último capítulo de la Primera parte.
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==La “desaparición” de la jaula==
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| La más bella niña
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Pregúntese a cualquier buen lector del ''Quijote'': ¿cómo regresa don Quijote a su casa al final de la Primera parte? Muy probablemente dirá que encerrado en una jaula —cruel y humillante espectáculo—, añadiendo quizá que sobre un carro de bueyes. Y sus buenas razones tiene para ello. Pero no hay tal; al menos, no ocurre así en el texto de Cervantes. Veamos.
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| de nuestro lugar,
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El capítulo 46 nos ha relatado cómo, para llevar a don Quijote a su aldea sin que se les escape, los de la venta, instigados por el cura, hacen “una como jaula, de palos enrejados, capaz que pudiese en ella caber holgadamente don Quijote” y, estando él dormido, “le ataron muy bien las manos y los pies, de modo que cuando él despertó con sobresalto no pudo menearse”, y “trayendo allí la jaula, le encerraron dentro, y le clavaron los maderos tan fuertemente, que no se pudieran romper” (46: 536-537). Rodeado de figuras disfrazadas, que él cree fantasmas, don Quijote se convence de que va encantado.
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| hoy vïuda y sola
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Unas palabras suyas nos muestran cómo va en su “cárcel”, pues, citando a Petrarca, habla del “duro campo de batalla [el] lecho en que ''me acuestan''” (46: 538; aquí y en adelante, las cursivas son mías). Cuando en el capítulo siguiente se inicia la cami-nata, la voz del narrador nos dice que “don Quijote iba sentado en la jaula, las manos atadas, tendidos los pies y arrimado a las verjas” (47: 543). El hecho de que aparezca primero acostado puede explicarse porque así tendrá que estar cuando al fin entren en el pueblo, y eso mismo permite entender por qué la jaula tiene que ser suficientemente “holgada”; todo está previsto, todo, trabajado por el artífice que fue Cervantes.
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| y ayer por casar,
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La jaula se menciona repetidas veces en los capítulos subsiguientes. Cuando, en el 49, don Quijote logra salir de ella —“debajo de su buena fe y palabra le desenjaularon, de que él se alegró infinito” (49: 561)— y está en compañía del resto de la comitiva, llega un momento en que el canónigo le dice que los libros de caballerías “le han traído a términos que sea forzoso encerrarle en una jaula y traerle sobre un carro de bueyes, como quien trae o lleva algún león o algún tigre de lugar en lugar” (563). Por su parte, don Quijote, en una larguísima respuesta, dirá: “y aunque ha tan poco que me vi encerrado en una jaula como loco [...]” (50: 564). Ésta es la última vez que se menciona la jaula en toda la Primera parte del ''Quijote''. ¿Qué ocurre después?
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| viendo que sus ojos
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Cuando, tras el tremendo golpe que le ha asestado uno de los disciplinantes, vuelve don Quijote en sí, lo oímos decir: “Ayúdame, Sancho amigo, a ponerme ''sobre el carro encantado''” (52: 588). No menciona la aborrecida jaula. Luego vemos que “pusieron a don Quijote en el carro, como antes venía”, palabras que pueden llevarnos a pensar que nuevamente lo enjaularon; pero la palabra ''jaula'' no está en el texto. Lo que sigue es que “el boyero unció sus bueyes” y, más piadoso que quienes lo habían acostado en un duro lecho, “acomodó a don Quijote sobre un haz de heno” (52: 589).
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| a la guerra van,
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Viene inmediatamente después la entrada en la aldea: “entraron en la mitad del día, que acertó a ser domingo, y la gente estaba toda en la plaza, por mitad de la cual atravesó el carro de don Quijote.[[#fn0005|<sup>1</sup>]] Acudieron todos a ver ''lo que en el carro'' venía y, cuando conocieron a su compatrioto, quedaron maravillados” (589). Si hubiera querido, Cervantes habría escrito: “Acudieron todos a ver lo que en la jaula venía y, cuando conocieron a su compatrioto, quedaron maravillados” (más abajo veremos qué otra cosa pudo dejarlos tan sorprendidos). Un muchacho, entonces, “acudió corriendo a dar las nuevas a su ama y a su sobrina de que su tío y su señor venía flaco y amarillo y ''tendido sobre un montón de heno y sobre un carro de bueyes''” (589): todos los detalles, menos la jaula, que es lo que tiene que haber impresionado más a la gente.
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| a su madre dice,
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Porque la jaula nunca ha desaparecido: en ningún momento se nos ha dicho, por ejemplo, que el cura ha ordenado quitarla, ni siquiera cuando don Quijote va malherido y no puede escaparse ya. Por lo tanto, la jaula está ahí, sobre el carro de bueyes y con don Quijote dentro. Ésa fue la intención de Cervantes. ¿Cómo lo sabemos? En el capítulo 7 de la Segunda parte, oímos al ama de don Quijote decirle a Sansón Carrasco: “La vez primera nos le volvieron atravesado sobre un jumento, molido a palos. La segunda vino en un carro de bueyes, ''metido y encerrado en una jaula''” (II, 7: 678). El ama no presenció personalmente el espec-táculo, pero se ha enterado de todo por los vecinos y por el propio cura, quien les contó a ama y sobrina de don Quijote “''lo que había sido menester'' para traelle a su casa” (I, 52: 589).
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| que escucha su mal:
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Cervantes se las ha ingeniado para hacer desaparecer la jaula ''del texto'' del capítulo I, 52, acaso para ahorrarnos a los lectores la pena de ver a don Quijote humillado ante su gente. Con esmero artesanal, ha realizado uno de sus maravillosos malabarismos. [[#fn0010|<sup>2</sup>]] Después de que don Quijote pide a Sancho que le ayude a ponerlo “sobre el carro encantado”, y como si hubiera captado la omisión de la palabra ''jaula'', el narrador, compasivo, evitará por su parte mencionarla de ahí en adelante.
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| ''Dejadme llorar''
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Si el apellido ''Quijana'' aparece al principio de la obra (capítulos 1 y 5) y reaparece sólo al final de ella (II, 74), la famosa jaula de don Quijote, en cambio, está muy presente en los capítulos 46 a 50, y luego el texto nos la oculta mañosamente, para hacerla reaparecer sólo en la Segunda parte.
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| ''orillas del mar.''
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==¿Qué traía puesto don Quijote en la jaula?==
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| Pues me distes, madre,
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Esta vez la pregunta no puede tener respuesta: no hay absolutamente ningún indicio en el texto, ni la menor insinuación. Cervantes, tan amigo de describir las prendas que traen puestas los personajes, aquí ha guardado total mutismo. Si una impertinente curiosidad nos lleva a tratar de escudriñar el asunto, ¿qué es lo que encuentra? Que, como hemos visto, agarraron a don Quijote dormido, le ataron pies y manos y lo acostaron en una jaula. Y bien sabemos lo que traía puesto él en la venta cuando dormía. En el episodio de los cueros de vino, don Quijote, sonámbulo, es visto por todos los de la venta (35: 415-416) “en el más estraño traje del mundo”: “Estaba en camisa, la cual no era tan cumplida que por delante le acabase de cubrir los muslos y por detrás tenía seis dedos menos” (recordemos que en Sierra Morena don Quijote se ha fabricado un rosario con una tira arrancada de su camisa). Además, vieron que “las piernas eran muy largas y flacas, llenas de vello y no nada limpias”. Dorotea, “que vio cuán corta y sotilmente estaba vestido, no quiso entrar” (416). Don Quijote estaría con esa misma camisa tan precaria cuando fue enjaulado y, dado que no se nos indica lo contrario, así debe de haber permanecido.
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| en tan tierna edad
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En el capítulo 37, don Quijote decide salir de su camaranchón inundado y le dice a Sancho: “dame de vestir”, y “diole de vestir Sancho” (37: 435). Antes, al final de su estancia en Sierra Morena, en el capítulo 29, ha contado el narrador que Sancho dice haber encontrado a su amo “desnudo en camisa”, además de “flaco, amarillo y muerto de hambre” (29: 334), y más adelante, los que van al rescate de don Quijote lo hallan “ya vestido, aunque no armado” (337).
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| tan corto el placer,
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Son dos antecedentes de lo que habría podido ocurrir, y no ocurre, después, cuando el pobre caballero va en la jaula. Cabría esperar, en efecto, que en cuanto le permiten a don Quijote salir de la jaula, pidiera su ropa —¿dónde ha quedado, por cierto?— a Sancho y que él se la diera. Pero nada. Tenemos que deducir, entonces, que don Quijote sigue todo el tiempo “desnudo en camisa”, lo cual nos lleva a leer de otra manera los últimos capítulos de la Primera parte. Y no podemos sino preguntarnos por qué no se menciona en ningún momento la semidesnudez del héroe. ¿Será acaso para evitar contaminar con un trazo grotesco lo que para don Quijote ha sido y es una gran desgracia?
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| tan largo el pesar,
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Cuando el canónigo y su gente se topan con la comitiva y ven a don Quijote “enjaulado y aprisionado” (47: 543), se tienen que haber sorprendido y “admirado” también de verlo con tan poca ropa encima. Quizá no fue sólo la presencia de cuadrilleros lo que hizo pensar al canónigo que el enjaulado “debía de ser algún facinoroso salteador o otro delincuente” (47: 543).
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| y me cautivastes
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Después don Quijote sale de la jaula, comparte el almuerzo con los demás y escucha al cabrero; todo ello, al parecer, puesta sólo aquella camisa venida a menos y con aquellas largas piernas velludas y no nada limpias a la vista. El cabrero cuenta la historia de Leandra, que todos escuchan con gran placer, y don Quijote se ofrece a recuperar a su amada. Entonces, “miróle el cabrero y, como vio a don Quijote ''de tan mal pelaje y catadura'', admiróse [...]” (52: 583).
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| de quien hoy se va
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No habíamos oído tales palabras, ni las volveremos a oír. En casi todos los encuentros de don Quijote, quienes lo ven se quedan perplejos ante “su figura”, “su estraña figura”, “su talle”, o a lo sumo el “mal talle” que ven las mozas de partido en el segundo capítulo. La expresión “de tan mal pelaje y catadura” se refiere seguramente al aspecto físico de don Quijote en general; pero la palabra ''pelaje'' tenía también, según el ''Diccionario de autoridades'', una acepción más específica y no poco importante aquí: “[...] disposición y calidad de alguna cosa, ''especialmente del vestido''”. Ésta sería, pues, la primera alusión velada a la semidesnudez del caballero.
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| y lleva las llaves
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Prosigue el narrador: el cabrero “admiróse y preguntó al barbero, que cerca de sí tenía”:
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* —Señor, ¿quién es ''este hombre que tal talle tiene'' y de tal manera habla?
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| de mi libertad,
* —¿Quién ha de ser —respondió el barbero— sino el famoso don Quijote de la Mancha, desfacedor de agravios, enderezador de tuertos, el amparo de las doncellas, el asombro de los gigantes y el vencedor de las batallas?
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* —Eso me semeja —respondió el cabrero— a lo que se lee en los libros de caballeros andantes, que hacían todo eso que de este hombre vuestra merced dice, que para mí tengo o que vuestra merced se burla o que este gentilhombre debe de tener vacíos los aposentos de la cabeza (52: 583).
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Don Quijote monta en cólera, toma un pan “y dio con él al cabrero en todo el rostro, con tanta furia, que le remachó las narices”. El cabrero, que no sabe de burlas, responde, y comienza una pelea cuerpo a cuerpo en que intervienen todos, y el barbero hace “de suerte que el cabrero cogió debajo de sí a don Quijote, sobre el cual llovió tanto número de mojicones, que del rostro del pobre caballero llovía tanta sangre como del suyo” (584). Don Quijote ya no es el que era. Ahora es sólo un pobre loco mal vestido que pelea como villano con otro villano, a puñetazos, revolcándose con él en la tierra, todo ensangrentado.
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| ''dejadme llorar''
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Siempre me había sorprendido la reacción de todos los circunstantes (salvo Sancho); su gran “regocijo y fiesta”. Se nos dice que “reventaban de risa el canónigo y el cura, saltaban los cuadrilleros de gozo, zuzaban los unos y los otros, como hacen a los perros cuando en pendencia están trabados” (584). Como perros. Ahora creo entender por qué tanto regocijo: don Quijote estaría, además de todo, prácticamente desnudo.
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| ''orillas del mar.''
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Cuando interrumpe la pelea para enfrentarse a los disciplinantes, todo desnudo y ensangrentado, montado y apretando “los muslos a Rocinante, ''porque espuelas no las tenía''” (585), el espectáculo debe de haber sido igualmente jocoso. Así podría explicarse una frasecita, al parecer enigmática, que suelta el narrador cuando uno de los clérigos que van cantando la letanía: “viendo la ''estraña catadura'' de don Quijote, la flaqueza de Rocinante ''y otras circunstancias de risa que notó y descubrió en don Quijote'' [...]” (586). Ésta sería la segunda alusión velada a la semidesnudez de nuestro pobre caballero.
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| En llorar conviertan
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Y hay más: a las palabras que les dirige don Quijote, los disciplinantes responden con risas: “En estas razones cayeron todos los que las oyeron que don Quijote debía de ser ''algún hombre loco'', y tomáronse a reír muy de gana” (586). Nada semejante había ocurrido antes. Aun los que al oírlo hablar se daban cuenta de su locura, como los mercaderes toledanos y Vivaldo, no se reían de él. Y es que su apariencia misma y el hecho de que viniera armado y con su lanza y su adarga o rodela infundirían cierto respeto. En la venta habrá momentos en que la gente se ría de él y de sus locuras (“No menos causaban risa las necedades que decía el barbero que los disparates de don Quijote”, 45: 524); pero nadie se ríe en su cara. Ahora, casi al final de la Primera parte, don Quijote aparece totalmente disminuido: desarmado, desvestido, sin espuelas, sin su lanza. Ya sólo trae una adarga y la espada que le ha pedido a Sancho para enfrentarse a los disciplinantes.
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| mis ojos, de hoy más,
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¿Qué se hicieron, por cierto, la armadura y las armas de don Quijote? Lo único que sabemos es que, ya enjaulado él y a punto de que la comitiva saliera de la venta, “colgó Cardenio del arzón de la silla de Rocinante, del un cabo, la adarga y, del otro, la bacía” (47: 541). Nada se nos dice —nuevo silencio— de la armadura ni de la lanza. Por lo demás, todavía aquí le quedan las palabras, pero éstas, unidas a su lamentable presencia, sólo causan la hilaridad de sus adversarios, hilaridad que despierta la furia de don Quijote y provoca en un instante el desenlace. Las últimas palabras que, dirigidas a Sancho, le oímos decir a don Quijote son: “[...] será gran prudencia dejar pasar el mal influjo de las estrellas que agora corre” (588).
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| el sabroso oficio
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Don Quijote regresa, pues, a su aldea por segunda vez, ante la mirada atónita de la gente, flaco y amarillo, tirado sobre un haz de heno en-cima de un carro de bueyes, pero además, sin que se nos diga, dentro de una jaula y apenas cubierto por la “sutil” prenda de vestir que usaba para dormir.
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| del dulce mirar,
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==El cura y el barbero, ¿fantasmas o personas reales?==
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| pues que no se pueden
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Los silencios estudiados no son ciertamente los únicos en la gran obra de Cervantes. Hay muchos más. Pero ciñéndonos a los últimos capítulos de la Primera parte, vale la pena detenernos en otro más, igualmente interesante.
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| mejor ocupar,
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Para poder aceptar su prisión, don Quijote necesita pensar que está encantado y que los disfrazados que lo rodean son fantasmas. Así lo había previsto el cura, “trazador desta máquina” (46: 536-537) y así ocurre.
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| yéndose a la guerra
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Fantasmas son para él el cura y el barbero, quienes, cubiertos los rostros, van detrás del carro de los bueyes con la jaula. Sancho los ha identificado, pues desde el momento mismo en que aprisionan a su amo ha sido el único de todos los presentes que estaba “en su mesmo juicio y en su mesma figura” y “no dejó de conocer quién eran todas aquellas contrahechas figuras” (537). Cuando, ya en camino a la aldea, don Quijote le cuenta al canónigo que va encantado y el cura se apresura a confirmarlo, Sancho, exasperado, se atreve a defender su verdad ante el canónigo, el cura y el barbero, reunidos frente a la jaula de don Quijote, que no sabemos si oye o no las palabras de su escudero. Sancho lanza estas memorables palabras:
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* —Ahora, señores, quiéranme bien o quiéranme mal por lo que dijere, el caso de ello es que así va encantado mi señor don Quijote como mi madre: él tiene su entero juicio, él come y bebe y hace sus necesidades como los demás hombres [...]
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| quien era mi paz.
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Y enseguida:
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* —¡Ah, señor cura, señor cura! ¿Pensaba vuestra merced que no le conozco y pensaba que yo no calo y adivino adónde se encaminan estos nuevos encantamentos? Pues sepa que le conozco, por más que se encubra el rostro, y sepa que le entiendo, por más que disimule sus embustes (47: 545).
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| ''Dejadme llorar''
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El cura se queda callado. Sancho, que dice algo parecido al barbero, volverá a la carga cuando esté a solas con don Quijote. Mientras el canónigo y el cura, apartados del carro, sostienen una muy extensa conversación sobre libros de caballerías y sobre las comedias al uso, Sancho se acerca a don Quijote y le espeta:
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| 30
* —Señor, para descargo de mi conciencia le quiero decir lo que pasa cerca de su encantamento, y es que aquestos dos que vienen aquí cubiertos los rostros son el cura de nuestro lugar y el barbero, y imagino han dado esta traza de llevalle desta manera, de pura envidia que tienen como vuestra merced se les adelanta en hacer famosos hechos. Presupuesta, pues, esta verdad, síguese que no va encantado, sino embaído y tonto (48: 557).
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| ''orillas del mar.''
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Ante esta embestida, don Quijote se extiende en una larga explicación para probarle a Sancho que se equivoca. Entre otras cosas, le dice:
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* Si ellos se les parecen, como dices, debe de ser que los que me han encantado habrán tomado esa apariencia y semejanza [...], para darte a ti ocasión de que pienses lo que piensas y ponerte en un laberinto de imaginaciones, que no aciertes a salir dél [...] y también lo habrán hecho para que yo vacile en mi entendimiento, y no sepa atinar de dónde me viene este daño (558).
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| No me pongáis freno
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Y añade: “yo me veo enjaulado y sé de mí que fuerzas humanas, como no fueran sobrenaturales, no fueran bastantes para enjaularme”.
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| ni queráis culpar,
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Sancho, desesperado, “dando una gran voz”, exclama: “¿Y es posible que sea vuestra merced tan duro de celebro y tan falto de meollo, que no eche de ver que es pura verdad la que le digo [...]?” Don Quijote se defiende con estas palabras definitivas:
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* Yo sé y tengo para mí que voy encantado, y esto me basta para la seguridad de mi conciencia, que la formaría muy grande si yo pensase que no estaba encantado y me dejase estar en esta jaula perezoso y cobarde, defraudando el socorro que podría dar a muchos menesterosos (49: 560).
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| que lo uno es justo,
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Notemos, de paso, que don Quijote no menciona aquí —ni en ningún otro lugar— a la princesa Micomicona y al compromiso que ha contraído de matar al gigante y ponerla en su trono. Es como si en el fondo aceptara lo que Sancho le ha dicho: que la princesa es en realidad “una dama particular llamada Dorotea” (37: 435) y que la ha visto “hocicándose con uno de la venta” (46: 533), lo cual implica algo totalmente inaceptable para él: que todo ha sido un engaño. Y ahora Sancho lo ha vuelto a poner ante la misma alternativa: ¿verdad o engaño? Y es sumamente interesante ver cómo hace Cervantes que el propio don Quijote se plantee la alternativa, con ese “si yo pensase que no estaba encantado” y ese “la formaría muy grande” (formaría un gran cargo de conciencia).
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| lo otro, por demás;
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Si Sancho ha dicho su verdad “para descargo de su conciencia”, ahora don Quijote, tan necesitado de una tabla de salvación, se agarra de la “seguridad” de la suya. Viene a decir que forzosamente tiene que pensar que va encantado; de lo contrario, reconocería que todo ha sido engaño y que él es objeto de una terrible manipulación. Algo se está moviendo dentro de él a raíz de la angustiada insistencia de Sancho, y en lo hondo ha surgido la duda: ¿si realmente esos que creo fantasmas son el cura de mi lugar y el barbero? Las consecuencias serían terribles; lo sumergirían a él, que no a Sancho, en “un laberinto de imaginaciones” del que no acertaría a salir y lo harían vacilar en su entendimiento y no saber de dónde le vino todo el daño. Ante esa espantosa perspectiva, le es forzoso decirse a sí mismo: “Yo sé y tengo para mí que voy encantado, y esto me basta”.
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| si me queréis bien,
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Pero nosotros tenemos que preguntarnos: ¿en qué momento reconoce don Quijote al cura y al barbero y qué ocurre en su interior cuando se percata de que, en efecto, son ellos? El texto no nos dice absolutamente nada al respecto. En algún momento tienen que haberse quitado ambos sus antifaces, a más tardar cuando se sientan todos a comer sobre la fresca hierba, a la vista de don Quijote. El silencio que pesa sobre esto es quizá aún más inquietante que el que pesa sobre la desaparición de la jaula y sobre lo que traía puesto don Quijote.
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| no me hagáis mal;
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Desde el momento en que la narración de los hechos da un brusco giro y otros personajes le fabrican a don Quijote una ficticia realidad a modo, ya con el supuesto intento de llevarlo a su aldea para tratar de curar su locura (el cura y sus ayudantes, desde I, 26),[[#fn0015|<sup>3</sup>]] ya para protegerse (Sancho, sobre todo desde II, 10), ya para divertirse a costa de él (los duques, a partir de II, 30, y don Antonio Moreno, desde II, 62), desde ese momento deben ocurrir en el interior de don Quijote cosas que no sabemos, de las que no nos enteramos nunca. Sólo podemos sospechar, con base en minúsculos indicios textuales, que en ciertos momentos surgen dudas en el fondo de su espíritu, siempre provocadas por las verdades que le revela Sancho Panza.
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| harto peor fuera
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Ante la posibilidad, y aun probabilidad, de que los que he llamado silencios y ocultaciones sean considerados por algunos como meros descuidos de Cervantes, reitero mi convicción de que se trata en cada caso de una muy pensada estrategia artística. No dudo de que, en su paso por reiteradas revisiones y enmiendas del texto del ''Quijote'', Cervantes incurriera en algunos descuidos; los epígrafes fuera de su lugar parecen confirmarlo, lo mismo que la omisión y luego desplazada inserción del robo del rucio. Y todo indica que Cervantes no era un buen relector de su propio texto. Pero este gran creador fue sumamente cuidadoso y trabajó de manera admirable casi todos los episodios. Era también muy capaz de poner a prueba la sagacidad de sus lectores, poniéndoles trampas y haciéndoles jugarretas que los desconcertaran. Mejor, entonces, pensar, en casos de duda, que lo que parece un descuido fue en realidad una de las infinitas travesuras de Cervantes.
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| morir y callar.
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==Bibliografía==
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| ''Dejadme llorar''
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| ''orillas del mar.''
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| Dulce madre mía,
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| ¿quién no llorará,
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| aunque tenga el pecho
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| como un pedernal,
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| y no dará voces,
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| viendo marchitar
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| los más verdes años
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| de mi mocedad?
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| ''Dejadme llorar''
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| ''orillas del mar.''
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| Váyanse las noches
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| pues ido se han
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| los ojos que hacían
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| los míos velar;
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| váyanse y no vean
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| tanta soledad,
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| después que en mi lecho
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| sobra la mitad.
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| ''orillas del mar.''
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Para dar una idea del aparato de variantes, la del verso 8 se registra así en la edición de Carreira: “escucha] escuche ''Aj, CIS, Có, f1, f2, f13, JMH, M2, M614, Mod, rg, S, W…”.''  Eso quiere decir que en todas las fuentes mencionadas el verso 8 aparece como “que escuche su mal”, y no “que escucha”. Las letras están ordenadas alfabéticamente, o sea, sin un criterio que permita jerarquizarlas. Para saber qué significa cada una, hay que acudir a la sección de “Fuentes” (49-115); ahí nos enteramos de la ubicación y de ciertas características de cada fuente. [[#fn0010|<sup>2</sup>]]
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Dada la manera como está hecho el aparato de variantes, se dificulta enormemente la reconstrucción de otras versiones. Sin embargo, valió la pena intentarlo, al menos parcialmente. Al hacerlo, encontré cosas interesantes, de las que fui dando cuenta en mi estudio.
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Una de ellas fue la importancia de las primeras versiones conocidas, todas ellas impresas. La primera, de 1589 (''f1'' ), está trunca, pero la de 1591 (''f2'' ), no, y sucede que fue reimpresa dos veces (1592, 1600 = ''f13, rg'' ) y por ello dejó su huella en muchos otros testimonios. Para Carreira es el “texto primitivo” del romancillo, pero, como dije, “es poco probable que lo fuera, dados los muchos años transcurridos [desde 1580, la fecha de composición], en que el poemita debe de haber circulado abundantemente: las diferencias entre 1589 y 1591 son botón de muestra de esa difusión” (“Un poema”, 114). Es importante notar que, juntas, las versiones de 1589 y 1591 ya incluyen, en otro orden, cinco de las seis secuencias o “estrofas” de la que para Carreira es la versión “madura” y definitiva del poema. La otra secuencia (versos 31-38) no parece ser de Góngora, pues presenta a la “dulce madre”, no como una confidente de la adolorida muchacha, sino como una mujer represora, que le “pone freno”, la “culpa” y le hace daño, todo ello, dicho en unos versos torpes y torpemente hilvanados.     
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Pese a los rasgos —no son muchos— que la diferencian de la versión de Chacón, la de 1591 ya es en esencia la de 1628,[[#fn0015|<sup>3</sup>]] de modo que, a mi juicio, debería haberse impreso entera en la edición de Carreira, en vez de aparecer segmentada en el apretado aparato de variantes.     
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Carreira ve con malos ojos ciertas “variantes” —¿variantes a priori, previas al texto “variado”?— de las primeras versiones, impresas, que a mí me parecieron  interesantes y válidas. No acepta, en el verso 3, “hoy es viuda y sola”, forma en que el verso figura en bastantes testimonios más, lo que prueba que así lo decían muchos (y sus razones tendrían: si otra versión que entonces circulaba decía “hoy viuda”, se habrá querido evitar el hiato en ''vi/uda''  y la aglomeración de cuatro vocales, ''oi-iu).''  Tampoco le gusta “A su madre dice / que ''escuche''  su mal” (v. 6), igualmente frecuente, como hemos visto. Tan convencido está nuestro filólogo de que el único texto aceptable del romancillo gongorino es el que él canonizó, que no acepta ninguna desviación, por mínima que sea, y para cada caso presenta una detenida justificación del texto chaconiano. Claro, cualquier cosa puede justificarse de alguna manera.     
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Pero veamos todas las “variantes”. Su gran abundancia ya da que pensar. ¿Tantos errores o desaciertos de copistas? ¿No más bien indicios de una gran difusión memorística y oral? Decía José F. Montesinos de los romances de Lope de Vega que “las versiones conservadas ofrecen típicas variantes de transmisión oral” (''Poesías líricas,''ix ). Lo mismo ocurre con nuestro romancillo gongorino. Entre sus “variantes” encontramos sustituciones de una palabra por otra equivalente: “mejor ''emplear” /''  “mejor ''ocupar”,''  “los más ''tiernos''  años” / “los más ''verdes''  años”; sustitución de una palabra por otra disímil: “quien ''era''  mi paz” / “quien ''lleva''  mi paz”. Diferente forma verbal: “quién no ''llorará” /''  “quién no ''ha de llorar”;''  inversión de elementos: “Pues me distes, madre” / “Madre, pues me distes”; nuevas formulaciones de la misma idea: “viendo que sus ojos /a la guerra van” / “porque sus amores /a la guerra van” (vv. 5-6); “yéndose a la guerra” / “viendo ir a la guerra” / “y se va a la guerra” (vv. 27-28). [[#fn0020|<sup>4</sup>]]  Son fenómenos que no suelen producirse cuando un texto se copia de otro texto, pese al hecho de que, como se nos dice, el copista memorizaba las palabras y luego se las dictaba a sí mismo: el proceso era demasiado rápido para que ocurran, verosímilmente, cambios como los apuntados. [[#fn0025|<sup>5</sup>]]
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Otro indicio de memorización son los cambios de lugar de las estrofas. En un romance como el nuestro, mucho más lírico que narrativo, las secuencias tienen tanta independencia, que la memoria suele hacerlas cambiar de sitio dentro de la composición. Guiándonos por la organización de la versión canónica, que no es más que una de tantas, vemos que la versión impresa en 1591 las ordena de esta manera (véanse los números a la derecha del texto aquí reproducido): 1-5-6-3; en el cancionero manuscrito ''de Jhoan López''  el orden es 1-5-2-3; en otro, de la Brancacchiana: 1-6-2-3, y el aparato de variantes muestra otras ordenaciones. Esta fluctuación típicamente memorística no suele darse cuando un texto escrito se copia de otro texto escrito. En vista de todo lo anterior, pregunto: ¿no son estas prueba suficiente del papel protagónico que la memoria desempeñaba en la transmisión de los textos? Yo diría que sí lo son.     
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Hay una variación que me parece especialmente interesante: la del estribillo. En Chacón y en algunos otros testimonios consta de dos hexasílabos: “Dexadme llorar / orillas del mar”, con una regularidad métrica que no tiene en la mayoría de las fuentes, desde las del siglo xvi ; ahí el estribillo reza “Dexadme llorar / orillas ''de la mar”,''  con esa ligera irregularidad de muchas canciones populares. El estribillo es, sin duda, creación de Góngora, quien, a mi ver, prefirió originalmente el “de la mar”, palabras que al cantar solían repetirse: “de la mar, de la mar…”.     
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El asunto no carece de importancia, pero Carreira no se manifiesta al respecto. En cambio, en su “respuesta” se detiene en la curiosa “variante” que encontré impresa dos veces en 1591, “…orillas ''del amar”.''  Según él, se trata de una errata debida “a que la regleta de separación se colocó [¿dos veces?] en lugar indebido” (214); y como si hiciera falta, documenta este tipo de erratas con varios casos de la misma fuente. Luego se mofa de una observación que hice entre paréntesis: “(Pienso que ya en el ‘orillas de la mar’ resuena subterráneamente esa otra idea [orillas del amar]…)”, y explico por qué: “La jovencita recién casada y ya abandonada estaba apenas viviendo ''el sabroso oficio del dulce mirar''  y eran solo los ojos de él los que la desvelaban: se encontraba realmente a las orillas ''del amar”'' ) (“Un poema”, 114). Carreira pretende divertirse a mi costa:
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Una hermosa novela cuyo único fallo es admitir para un estribillo del siglo xvi  una metáfora vanguardista. Ese ''amar con orillas''  es aún más moderno que el cantarcillo que puso Rulfo en ''Pedro Páramo:''  ‘Mi novia me dio un pañuelo / con orillas de llorar”, pues al fin un pañuelo puede tener huellas de llanto en sus bordes, mientras que el amar, difícilmente (215).     
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Por supuesto, es imposible que ''el amar''  tuviera huellas de llanto en sus bordes… Pero, como diría Cervantes, “está el daño” en que esa imagen poética, un ''pañuelo''  con ''orillas de llorar,''  es mucho más que la prosaica lectura que de ella hace Carreira, el cual no supo lo que hacía cuando trajo a colación, felizmente, esa coplita del siglo xix . En ella el pañuelo no es un simple pedazo de tela, sino un objeto simbólico, frecuente en las coplas populares modernas y siempre  asociado con el amor, de modo que sus ''orillas''  de llanto nos están hablando de un sufrimiento amoroso. Si entendemos esto, de pronto se nos ponen lado a lado el “Dexadme ''llorar / orillas''  del amar” y el “pañuelo [''=amor'' ] con ''orillas de llorar”''[[#fn0030|''6'']]
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Por otra parte, en poetas áureos, como, especialmente, Góngora, suele haber metáforas aún más osadas. Unos versos de Garcilaso (Canción IV, vv. 90-91) dicen: “muéstrame l’esperanza / de lejos su vestido y su meneo”, pasaje que se refiere al vestido y el “meneo” de la amada, pero que el pastor Antonio, en el romance que canta ante don Quijote (I, xi ), convierte en: “Tal vez la esperanza muestra / ''la orilla''  de su vestido”. Ya que Antonio se dirige a su amada Olalla, ese vestido con orilla no puede ser sino de la esperanza, metáfora tan audaz como las “orillas del amar” de la muy buena versión del romancillo de Góngora publicada en 1591.     
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El análisis de todas las variantes me llevó a la conclusión de que la mayor parte de ellas son
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buenas alternativas que fueron surgiendo con la memorización y oralización del texto por recitadores, cantantes y aun copistas que, además, se sentirían a veces en libertad de modificar levemente los versos. Son cambios a menudo válidos, y más de uno podría proceder de un buen poeta, incluso del mismo Góngora (“Un poema”, 116).
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Consta, en efecto, que Góngora, como otros contemporáneos, solía modificar sus poemas cuando los volvía a copiar.
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Como puede imaginarse, todo esto de la validez de las variantes le resultó inadmisible a Carreira. Yo había considerada digna de imprimirse entera una versión del manuscrito italiano conservado en Florencia, el magliabechiano VII, 614, códice que Carreira califica ahora de “deleznable”. El romancillo contiene ahí varios rasgos interesantes, algunos de ellos compartidos con otros testimonios: “La más linda niña” (v. 1), “Y pues no se pueden” (v. 25), “viendo ir a la guerra” (v. 27). Una variante en especial, que figura también en la versión de un manuscrito conservado en Nápoles, me llamó mucho la atención: en los dos versos maravillosos “después que en mi lecho / sobra la mitad” (vv. 57-58), el manuscrito florentino trae: ''“…falta''  la mitad”. Al respecto, escribí (“Un poema”, 116): “Se diría, un error, pero no lo es: la mitad le sobra al lecho y le falta a la muchacha”. Dicho menos sintéticamente: en el lecho sobra la mitad y a la niña le falta ''su''  mitad, en línea —añado ahora— con la seguidilla  que el propio Góngora puso, en 1620, en boca de una mujer cuyo marido está ausente: “La mitad del alma / me lleva el mar: / bolved, galeritas, / por la otra mitad”.[[#fn0035|<sup>7</sup>]]
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A mi propuesta el señor Carreira replica sarcástico : “¿Le falta la misma (''sic'' ) mitad que le sobra? No sabemos. La novela sigue su curso, y es lástima que no conozcamos el final” (216). Esto da una idea de la temperatura a la que ha subido esa “respuesta” que comenzó con un “mi admirada Margit Frenk”. Más sano hubiera sido decir, sin burlas ofensivas, que no se está de acuerdo con las ideas de esa señora y dar ''buenos''  argumentos.     
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Pero es que Carreira está encerrado en su estrecha concepción de las cosas. Su “respuesta” rechaza, por principio de cuentas, mi aseveración de que los romances eran memorizados, recitados y cantados: “nos faltan pruebas de que en la transmisión de la poesía culta interviniese la memoria de manera decisiva, y la prueba compete a quien afirma” (“Crítica”, 217). Quien afirma (o sea, yo) acaba de citar muchas variantes típicamente memorísticas, pero además, ha venido aduciendo pruebas en trabajos publicados desde 1982 y recogidos en el libro ''Entre la voz y el silencio,''  que a Carreira, si acaso lo conoce, no debe interesarle. Ahí hablo largamente, y con pruebas al canto, de la importancia de la memoria (¡y de la voz!) en la cultura medieval, renacentista y barroca [[#fn0040|<sup>8</sup>]]  y de la abundantísima oralización de los textos escritos, en muy diferentes géneros. Dos estudios incluidos en el libro, uno de 1987 y el otro de 1992, se dedican específicamente a los manuscritos poéticos y a la memorización y oralización de los poemas breves de poetas cultos del Siglo de Oro. Por lo demás, son ya muchos los que defienden esas ideas que Carreira descalifica como “neorrománticas”. Cito a algunos. Don Antonio Rodríguez-Moñino, conocedor como nadie de la poesía del Siglo de Oro y de sus modos de transmisión, pudo decir que “la obra corta muchas veces no pasa de copia a copia, sino del recuerdo al papel, de la memoria a la pluma” (''Construcción,''  26); Alberto Blecua, nada menos que en su ''Manual de crítica textual''  (24), hubo de reconocer que “una copia puede haberse basado en ''el mero recuerdo''  y sin tener a la vista un modelo”; y con referencia al romancero María Cruz García de Enterría ha escrito que “la escasa fijación de los romances viejos en manuscritos” sería prueba del “papel  que la memoria jugó en la transmisión del romancero, mucho más importante y crucial que para cualquier otro tipo de obra poética” (“Romancero”, 90). Y tiene razón mi amiga: los romances se prestan mucho más que otros poemas cortos a la memorización y, añado, a la consiguiente variación fecunda. Los sonetos, para citar un caso opuesto, también se memorizaban, pero los olvidos y las sustituciones podían no ajustarse a la estricta geometría rímica del poema y conducir, entonces, a francos dislates.     
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En cierto momento dice Carreira que “la oralidad del romancero, incluida la del viejo, estuvo siempre muy reforzada y retroalimentada por la escritura, cosa que las teorías neorrománticas han tendido a silenciar” (216). Sorprende que aquí reconozca la oralidad del romancero, y lo que dice sobre la retroalimentación de la escritura es totalmente cierto, como lo he expuesto con creces en los dos trabajos ahora mencionados. En “El manuscrito poético, cómplice de la memoria” digo, a la letra: “A los manuscritos se acudiría para leer y releer los poemas, las más veces, en voz alta, por cierto; pero también para grabarlos y afianzarlos en el recuerdo: venían siendo, pues […] un apoyo para la oralización” (''Entre la voz,''  150). [[#fn0045|<sup>9</sup>]]
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También: “la escritura, la copia de poemas, iba del brazo de la memoria y la oralización” (149). Mis “reflexiones acerca de la función de la memoria en la literatura antigua” (“Crítica”, 211) vienen de décadas atrás, y de ninguna manera “se apoyan sobre todo en el ''Éloge de la variante''  de Bernard Cerquiglini (Paris, Seuil, 1989)”, puesto que, como digo expresamente, a este inventivo autor (a quien solo conozco desde hace poco) “la memoria y la voz […] no le interesan mayormente” (“Un poema”, 106).  [[#fn0050|<sup>10</sup>]]  ¿No se supone que uno debe ''leer bien''  los trabajos contra los que uno polemiza?     
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Cerquiligni sostiene, sí, la movilidad de los textos medievales y su carencia de un texto fijo, pero —y en esto coincide curiosamente con Carreira— a base únicamente de los documentos escritos. Puesto que, como gloso en mi artículo, la transmisión de un texto “dependía de una compleja combinación de ejecutantes, poetas y copistas —un ''atelier d’écriture''  —, ningún texto era inalterable; todos estaban sujetos a una constante reescritura” (“Un poema”, 106).     
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En su “respuesta”, Carreira se detiene largamente en la cuestión de los cancioneros musicales de la época. Yo había notado que él no le dio importancia al hecho de que “varios de los testimonios utilizados son cancioneros polifónicos”  (“Un poema”, 110-111). Él contrargumenta ahora que el hecho sí se “indica, siempre, al fin de cada prefacio” a los 94 romances (“Crítica”, 211), o sea, como dato pertinente para la edición de cada romance, pero no como un fenómeno al que haya que darle el peso que tuvo y que, a mi ver, debió mencionarse en la Introducción. Es bien sabido que los cancioneros musicales ofrecen versiones truncas de los poemas, cosa que Carreira vuelve a documentar minuciosamente, para concluir que “ni con la mejor voluntad se las puede tener en cuenta para establecer un texto crítico” (212). Tiene toda la razón del mundo. Pero la cosa no iba por ahí: pese a su escasez, los cancioneros musicales para mí constituyen simplemente una prueba valiosa de que los romances (viejos y nuevos) se cantaban. El hecho de que aparezcan truncos en los cancioneros podría explicarse incluso porque los cantores se sabrían el texto completo y no necesitaban tenerlo ante los ojos.     
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Aún más valiosos para nuestro propósito son los manuscritos poéticos que incluyen cifras para guitarra, pues no solo vienen a confirmar que los romances nuevos se cantaban, sino que tenían melodías bien conocidas, de modo que solo hacía falta enseñarles a los cantores qué acordes tocar para acompañar su canto con la guitarra. De hecho, para nosotros hoy esas cifras son frustrantes: desearíamos conocer la melodía; pero como todos se la sabían, no hacía falta registrarla.
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Dice A. Carreira en su “respuesta”:
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La escasez de transcripciones musicales[[#fn0055|<sup>11</sup>]]  conservadas en ‘mentirosos cartapacios’, se compadece muy mal con lo de que el romancero nuevo sea un género ‘consustancialmente cantado’, y menos aún con que semejante canturía, cuando se da, tenga algo que ver con la transmisión real de los textos (213).     
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La lógica de la primera aseveración se me escapa (no era, ni es, fácil escribir una partitura musical), y en cuanto a la segunda, impresiona el desprecio con que trata, por una parte, la música polifónica de aquel tiempo y, por otra, la ''difusión''  de los poemas, que él coloca muy por debajo de su “transmisión real”, o sea, de la escrita: los cancioneros musicales, dirá poco después, “no pertenecen a la transmisión textual de Góngora sino a su difusión, cosa muy distinta” (212). Y qué bien que lo haya dicho con tal claridad. La crítica textual ''a la Carreira''  se interesa exclusivamente por la “transmisión textual”, o sea, la que se manifiesta, negro sobre blanco, en los papeles conservados; presupone que eso  que está escrito ahí fue necesariamente copiado de otro texto escrito, siempre de los ojos al papel. La ''difusión''  oral y memorística de la poesía no le interesa; sabe que existió, pero la descarta de antemano. Para él, como para otros neopositivistas, lo que no consta en papeles no existe. Si don Quijote cita de memoria muchos romances, eso se lo inventó Cervantes; si un filólogo actual insiste en que los papeles conservados no necesariamente son copias deficientes de otras copias, eso es especulación pura, cuando no “novela”.     
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Así, la “crítica de la edición crítica” resulta no tener mucho sentido crítico. Y a este propósito, uno esperaría encontrar en la “respuesta” comentarios sobre varias cosas de “Un poema” que no se mencionan siquiera. ¿Por qué, por ejemplo, no se dice nada sobre el anonimato de las versiones de este romance, como de los demás? ¿Acaso no es un hecho significativo? ¿Por qué no se pronuncia una palabra sobre esa cuarta secuencia (versos 31-38) de la versión canónica, a la que yo califiqué de “pobre” (y fue poco decir)? ¿Solo porque forma parte de ''la versión''  del poema, única aceptada? ¿Por qué tampoco se pronuncia Carreira sobre las dos formas del estribillo? Y así podríamos seguir preguntando, me temo que inútilmente. ¿Acaso tendría sentido sugerirle a Carreira que considere la posibilidad de que las versiones de Chacón no sean necesariamente las mejores y de que haya otras igualmente dignas de publicarse?     
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Pero seamos justos. Hacia el final de la “respuesta” encontramos con sorpresa una especie de palinodia: dice Carreira que, a pesar de sus puntos débiles, mi artículo lo ha hecho reflexionar. Él, que ha subtitulado “Edición crítica” a la edición de los romances de Góngora, cuestiona ahora “la conveniencia de hacer ediciones críticas en la poesía del Siglo de Oro”. Añade que “por algo ese mismo rótulo no aparece en las debidas a filólogos competentes, como José Manuel Blecua o Biruté Ciplijauskaité, en las cuales hay aparato crítico, pero no texto que así pueda calificarse” (219). Las ediciones de poesía del Siglo de Oro que tienen en cuenta todos los testimonios conocidos “no son, pues, críticas en sentido estricto […]; en realidad podrían designarse ''variorum editiones…'' ” (220). ''¿Variorum,''  cuando casi no permiten conocer, incluso, otras buenas versiones? En todo caso, seguimos, claro, atados a la escritura. Lo que no podrá reconocer Carreira es lo que he llamado “la otra visión”. Y es que, evidentemente, se trata de dos posiciones antagónicas e irreconciliables. ¿Qué le vamos a hacer?
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==Referencias==
  
 
<ol style='list-style-type: none;margin-left: 0px;'><li><span id='bib0005'></span>
 
<ol style='list-style-type: none;margin-left: 0px;'><li><span id='bib0005'></span>
[[#bib0005|Frenk, 2013a]] Frenk, Margit. “Alfonso Quijano no era su nombre”, en ''Cuatro ensayos sobre el'' ‘''Quijote''’. México: Fondo de Cultura Económica, 2013a.</li>
+
[[#bib0005|Blecua, 1983]] Alberto Blecua; Manual de crítica textual, Castalia, Madrid (1983)</li>
 
<li><span id='bib0010'></span>
 
<li><span id='bib0010'></span>
[[#bib0010|Frenk, 2013b]] Frenk, Margit. “El prólogo de 1605 y sus malabarismos”, en ''Cuatro ensayos sobre el'' ''Quijote''. México: Fondo de Cultura Económica, 2013b.</li>
+
[[#bib0010|Carreira, 2012]] Antonio Carreira; Crítica de la edición crítica. Respuesta a Margit Frenk; Acta Poetica (2012), pp. 211–221 33_2, julio-diciembre</li>
</ol>
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<li><span id='bib0015'></span>
 
+
[[#bib0015|Díez Borque, 1985]] josé María Díez Borque; El libro: de la tradición oral a la cultura impresa, Montesinos, Barcelona (1985)</li>
===Bibliografía recomendada===
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<li><span id='bib0020'></span>
 
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[[#bib0020|Frenk, 1987]] Margit Frenk; La poesía oralizada y sus mil variantes; Entre la voz (1987), pp. 121–135</li>
<ol style='list-style-type: none;margin-left: 0px;'><li><span id='bib0015'></span>
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<li><span id='bib0025'></span>
[[#bib0015|Cervantes, 1998]] Cervantes, Miguel de. ''Don Quijote de la Mancha.'' Ed. Francisco Rico. 2 vols. Barcelona: Instituto Cervantes /Crítica, 1998.</li>
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[[#bib0025|Frenk, 1992]] Margit Frenk; El manuscrito poético, cómplice de la memoria; Entre la voz (1992), pp. 136–151</li>
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<li><span id='bib0030'></span>
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[[#bib0030|Frenk, 2005]] Margit Frenk; Entre la voz y el silencio. La lectura en tiempos de Cervantes, Fondo de Cultura Económica, México (2005)</li>
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<li><span id='bib0035'></span>
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[[#bib0035|Frenk, 2011]] Margit Frenk; Un poema en movimiento: ''La más bella niña'' , de Luis de Góngora                                        ; López Guil Itziar, jenaro Talens (Eds.), El espacio del poema. Teoría y práctica del discurso poético, Biblioteca nueva, Madrid (2011), pp. 105–117</li>
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<li><span id='bib0040'></span>
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[[#bib0040|García and María, 1988]] De Enterría García, Cruz María; Romancero: ¿cantado-recitado-leído?; Edad de Oro, 7 (1988), pp. 89–104</li>
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<li><span id='bib0045'></span>
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[[#bib0045|Góngora, 1921]] Luis de Góngora; R. Foulché-Delbosc (Ed.), Obras poéticas, 3, Hispanic Society of America, Nueva York (1921) Ed. Facsimilar, Nueva York, Hispanic Society of America, 1970</li>
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<li><span id='bib0050'></span>
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[[#bib0050|Góngora, 1998]] Luis de Góngora; Carreira Antonio (Ed.), Romances, 4, Quaderns Crema, Barcelona (1998)</li>
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[[#bib0055|Montesinos, 1963]] josé F Montesinos; Prólogo a Lope de Vega; Poesías líricas, 2, Espasa-Calpe, Madrid (1963)</li>
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<li><span id='bib0060'></span>
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[[#bib0060|Rodríguez-Moñino, 1965]] Antonio Rodríguez-Moñino; Construcción crítica y realidad histórica en la poesía española de los siglos xvi y xvii, Castalia, Madrid (1965)</li>
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[[#bib0065|Rodríguez-Moñino, 1968]] Antonio Rodríguez-Moñino; Poesía y cancioneros, Real Academia Española, Madrid (1968)</li>
 
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[[#bfn0005|1]]. Un lector atento no puede dejar de contrastar esta escena con la del primer regreso de don Quijote a su pueblo, en el capítulo 5: el compasivo labrador Pedro Alonso, que lleva al pobre hidalgo acostado como costal sobre su burro, espera a que anochezca antes de entrar, para que la gente no vea tan triste espectáculo...<span id='fn0010'></span>
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[[#bfn0005|1]]. Rodríguez-Moñino (''Poesía,''  26) habla sobre “el diverso concepto que, en siglos pasados, autorizaba la refundición de obra ajena”, y Alberto Blecua (''Manual,''  211) ha dicho que “la refundición es fenómeno igualmente frecuente en una sociedad habituada a las glosas, a los contrafacta, a la traducción-imitación, y que todavía siente la obra literaria como un bien común que puede modificarse”. Véase Frenk, ''Entre la voz,''  143n.                                    <span id='fn0010'></span>
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[[#bfn0010|2]]. Para las fuentes de otros romances, a veces se nos ofrecen indicaciones como: copia de tal otro manuscrito, copia con descuidos, buen manuscrito, etcétera.<span id='fn0015'></span>
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[[#bfn0015|3]]. Discrepo ahora de mi opinión anterior, pues allá consideraba la versión de 1591 un poema distinto del posterior.<span id='fn0020'></span>
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[[#bfn0020|4]]. Véase Frank, ''Entre la voz,''  149.                                    <span id='fn0025'></span>
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[[#bfn0025|5]]. Claro que la memorización y la oralización también producen disparates, que sue len coincidir con los que ocurren al copiar, como en palabras que se escucharon mal: “conciertan mis ojos”, por “conviertan”, v. 15; “harto pedir fuera”, por “harto peor fue ra”, v. 37; “quien ''hará''  mi paz” o “quien era mi par”, por “quien era mi paz”, v. 28; y el peor de todos: “porque en mi lecho / sobra la ''amistad”,''  vv. 57- 58.                                    <span id='fn0030'></span>
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[[#bfn0030|6]]. Agradezco a Coral Bracho su valiosa colaboración en este y otros aspectos del presente trabajo.<span id='fn0035'></span>
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[[#bfn0035|7]]. ''Obras poéticas,''  t. ''2,''  núm. 345.                                    <span id='fn0040'></span>
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[[#bfn0040|8]]. Se equivoca Carreira cuando dice que Frenk “aplica a la poesía áurea conceptos más bien apropiados a la medieval” (219). Lo mismo, cuando asevera que creo “válidos para la poesía culta criterios que rigen en la popular” (219). No hay tal: la variación en poesía popular es bien distinta, pues se alimenta de elementos preexistentes en la tradición oral, cosa que no puede ocurrir en un poema “culto”. Si he señalado semejanzas, es porque un poema culto que circula memorizado y oralizado también va engendrando variantes.<span id='fn0045'></span>
  
[[#bfn0010|2]]. Remito a “El Prólogo de 1605 y sus malabarismos”, en [[#bib0010|Frenk, 2013b]]: 11-19.<span id='fn0015'></span>
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[[#bfn0045|9]]. Véase igualmente “La poesía oralizada y sus mil variantes”, ''Entre la voz,''  121-135.                                   <span id='fn0050'></span>
  
[[#bfn0015|3]]. “Vino el cura en un pensamiento muy acomodado al gusto de don Quijote y para lo que ellos querían” (298).
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[[#bfn0050|10]]. En una nota cito este pasaje: “On ne prendra pas ici la défense de l’oral, du corps, de la voix” (“Un poema”, 106, n. 6). Es un probable rechazo de las ideas de Paul Zumthor.

Latest revision as of 10:56, 3 April 2017

En el número anterior (33-2) de esta revista se publicó una nota del filólogo español Antonio Carreira (“Crítica de la edición crítica”) que constituye una “Respuesta a Margit Frenk”. Responde, en efecto, a un artículo (“Un poema en movimiento”) en el que he cuestionado la metodología utilizada actualmente en las ediciones más serias de poemas líricos españoles de los siglos xvi y xvii . A modo de ejemplo, analizo la edición que hizo A. Carreira de un famoso romancillo de Góngora, el primero de su impresionante edición crítica de los romances del poeta y atribuidos a él. Para que se sepa de qué estamos hablando, necesito exponer brevemente los antecedentes de ese debate.

El Siglo de Oro español fue una época de enorme actividad poética, una actividad que rara vez desembocaba en libros impresos y sí, frecuentemente, en manuscritos. El proceso de transmisión se ha venido describiendo así: garabateado por el poeta en un papel, el texto del poema era copiado por aficionados en papeles sueltos que, a su vez, volvían a copiarse y que eventualmente podían ir a dar, junto con otros, a un cartapacio y a un manuscrito de “Poesías varias de diferentes autores”. Y este manuscrito, por su parte, servía para alimentar nuevas copias. En el curso de la transmisión el poema se desprendía casi siempre del nombre de su autor y circulaba anónimamente; además, iba generando variantes, ya involuntarias, ya deliberadas. Como casi nunca se conserva el texto original, lo que el editor moderno tiene frente a sí son los manuscritos y alguno que otro impreso, que manifiestan a las claras el laberíntico proceso de la transmisión.

El editor que ejerce la “crítica textual” aspira a establecer un texto que se acerque lo más posible a lo que considera que fue el perdido poema original. Se abre camino entre las muchas versiones y va desechando todas las variantes claramente erróneas y también las que él juzga desacertadas y ajenas al estilo del poeta y por tanto advenedizas, espurias. Por lo general, publica entonces una sola versión y da cuenta, sintéticamente, de las demás y de sus variantes.

Frente a esta manera de proceder y a la visión de las cosas que implica se alza otra concepción distinta, para la cual la transmisión no se limitaba en esa época a copias de copias, sino que incluía una dimensión que no suele interesar a la crítica textual: la de la memoria y la voz. Como he tratado de mostrar en otros sitios, la memoria y la voz tuvieron un papel protagónico en la difusión de las obras escritas, y esto, desde la Antigüedad, durante la Edad Media y todavía en los siglos xvi y xvii . Sobre la poesía española de estos dos siglos, decía yo en el mencionado artículo:

En el caso de los poemas breves, ya narrativos ya líricos, la enorme importancia que tuvieron la memoria y la voz —la voz que recitaba y la voz que cantaba— no debería soslayarse nunca, porque implica [un] hecho fundamental […]: que los poemas, por cultos que fueran […], no constituían textos fijos, inmóviles. La memorización y las repeticiones orales de los poemas hacían que estos fueran cambiando, en un proceso dinámico que los mantenía en continuo movimiento, en un estado de fluidez parecido al de la poesía popular (“Un poema”, 106-107).

Algunas de las innumerables repeticiones orales o “vocales” de los poemas iban a dar a las antologías poéticas manuscritas e impresas. Estas reflejan, entonces, no solo la labor de los copistas, sino también y a menudo la circulación memorística de los poemas y su oralización. Recordemos además su generalizado anonimato, fenómeno importante, porque es “como si la autoría no tuviera mayor importancia, como si toda poesía fuera considerada un bien común, y la gente se sintiera con derecho a meterle mano” (107).1 Olvidado el nombre del poeta y perdido el texto que él había compuesto, el poema se embarcaba en una nueva existencia, sin por ello perder generalmente su esencia original, su identidad primigenia.

Si la crítica textual establece para cada poema un texto único y rechaza o relega las variantes, la otra visión de las cosas considera que el poema, en esas circunstancias, no tiene un solo texto, fijo e inmutable, y ve con interés las variantes, pues —dejando de lado los errores evidentes— revelan la vida que el ya anónimo poema cobraba en boca de la gente que lo recitaba y lo cantaba. Era un proceso análogo, aunque no igual, al de la circulación de las canciones populares. A propósito de la tradición oral, decía José María Díez Borque en 1985 (El libro, 47): “Lo que supone la crítica textual de fijeza, de búsqueda de unidad en la diversidad, de pureza, de conversión del texto en monumento inalterable [es] todo lo contrario […] de la movilidad fluyente, de la variación como norma”.

Mi artículo se centró en el análisis de la edición del divulgadísimo romancillo de Góngora “La más bella niña / de nuestro lugar” (Romances, I, 184-189), que Carreira encontró en nada menos que 38 manuscritos y ocho impresos contemporáneos. De entre todos ellos, eligió la versión del códice de 1628 que contiene los poemas de Góngora reunidos por Antonio Chacón tras ocho años de colaboración con el propio poeta y después de haber consultado abundantes manuscritos. Una fuente autorizada, pues, pero una fuente compilada más de treinta años después de la fecha de 1580 que el mismo códice adjudica a “La más bella niña”. Todas las demás versiones quedan comprimidas en el impresionante “aparato de variantes”, donde se registran, pasaje tras pasaje, las discrepancias que esas 45 versiones presentan con respecto a la elegida como “canónica” (la palabra es de Carreira). He aquí el hermoso romancillo, tal como figura en la citada edición:

La más bella niña
de nuestro lugar,
hoy vïuda y sola
y ayer por casar,
5 viendo que sus ojos (1)
a la guerra van,
a su madre dice,
que escucha su mal:
Dejadme llorar
10 orillas del mar.
Pues me distes, madre,
en tan tierna edad
tan corto el placer,
tan largo el pesar,
15 y me cautivastes (2)
de quien hoy se va
y lleva las llaves
de mi libertad,
dejadme llorar
20 orillas del mar.
En llorar conviertan
mis ojos, de hoy más,
el sabroso oficio
del dulce mirar,
25 pues que no se pueden (3)
mejor ocupar,
yéndose a la guerra
quien era mi paz.
Dejadme llorar
30 orillas del mar.
No me pongáis freno
ni queráis culpar,
que lo uno es justo,
lo otro, por demás;
35 si me queréis bien, (4)
no me hagáis mal;
harto peor fuera
morir y callar.
Dejadme llorar
40 orillas del mar.
Dulce madre mía,
¿quién no llorará,
aunque tenga el pecho
como un pedernal,
45 y no dará voces, (5)
viendo marchitar
los más verdes años
de mi mocedad?
Dejadme llorar
50 orillas del mar.
Váyanse las noches ,
pues ido se han
los ojos que hacían
los míos velar;
55 váyanse y no vean (6)
tanta soledad,
después que en mi lecho
sobra la mitad.
Dejadme llorar
60 orillas del mar.

Para dar una idea del aparato de variantes, la del verso 8 se registra así en la edición de Carreira: “escucha] escuche Aj, CIS, Có, f1, f2, f13, JMH, M2, M614, Mod, rg, S, W…”. Eso quiere decir que en todas las fuentes mencionadas el verso 8 aparece como “que escuche su mal”, y no “que escucha”. Las letras están ordenadas alfabéticamente, o sea, sin un criterio que permita jerarquizarlas. Para saber qué significa cada una, hay que acudir a la sección de “Fuentes” (49-115); ahí nos enteramos de la ubicación y de ciertas características de cada fuente. 2

Dada la manera como está hecho el aparato de variantes, se dificulta enormemente la reconstrucción de otras versiones. Sin embargo, valió la pena intentarlo, al menos parcialmente. Al hacerlo, encontré cosas interesantes, de las que fui dando cuenta en mi estudio.

Una de ellas fue la importancia de las primeras versiones conocidas, todas ellas impresas. La primera, de 1589 (f1 ), está trunca, pero la de 1591 (f2 ), no, y sucede que fue reimpresa dos veces (1592, 1600 = f13, rg ) y por ello dejó su huella en muchos otros testimonios. Para Carreira es el “texto primitivo” del romancillo, pero, como dije, “es poco probable que lo fuera, dados los muchos años transcurridos [desde 1580, la fecha de composición], en que el poemita debe de haber circulado abundantemente: las diferencias entre 1589 y 1591 son botón de muestra de esa difusión” (“Un poema”, 114). Es importante notar que, juntas, las versiones de 1589 y 1591 ya incluyen, en otro orden, cinco de las seis secuencias o “estrofas” de la que para Carreira es la versión “madura” y definitiva del poema. La otra secuencia (versos 31-38) no parece ser de Góngora, pues presenta a la “dulce madre”, no como una confidente de la adolorida muchacha, sino como una mujer represora, que le “pone freno”, la “culpa” y le hace daño, todo ello, dicho en unos versos torpes y torpemente hilvanados.

Pese a los rasgos —no son muchos— que la diferencian de la versión de Chacón, la de 1591 ya es en esencia la de 1628,3 de modo que, a mi juicio, debería haberse impreso entera en la edición de Carreira, en vez de aparecer segmentada en el apretado aparato de variantes.

Carreira ve con malos ojos ciertas “variantes” —¿variantes a priori, previas al texto “variado”?— de las primeras versiones, impresas, que a mí me parecieron interesantes y válidas. No acepta, en el verso 3, “hoy es viuda y sola”, forma en que el verso figura en bastantes testimonios más, lo que prueba que así lo decían muchos (y sus razones tendrían: si otra versión que entonces circulaba decía “hoy viuda”, se habrá querido evitar el hiato en vi/uda y la aglomeración de cuatro vocales, oi-iu). Tampoco le gusta “A su madre dice / que escuche su mal” (v. 6), igualmente frecuente, como hemos visto. Tan convencido está nuestro filólogo de que el único texto aceptable del romancillo gongorino es el que él canonizó, que no acepta ninguna desviación, por mínima que sea, y para cada caso presenta una detenida justificación del texto chaconiano. Claro, cualquier cosa puede justificarse de alguna manera.

Pero veamos todas las “variantes”. Su gran abundancia ya da que pensar. ¿Tantos errores o desaciertos de copistas? ¿No más bien indicios de una gran difusión memorística y oral? Decía José F. Montesinos de los romances de Lope de Vega que “las versiones conservadas ofrecen típicas variantes de transmisión oral” (Poesías líricas,ix ). Lo mismo ocurre con nuestro romancillo gongorino. Entre sus “variantes” encontramos sustituciones de una palabra por otra equivalente: “mejor emplear” / “mejor ocupar”, “los más tiernos años” / “los más verdes años”; sustitución de una palabra por otra disímil: “quien era mi paz” / “quien lleva mi paz”. Diferente forma verbal: “quién no llorará” / “quién no ha de llorar”; inversión de elementos: “Pues me distes, madre” / “Madre, pues me distes”; nuevas formulaciones de la misma idea: “viendo que sus ojos /a la guerra van” / “porque sus amores /a la guerra van” (vv. 5-6); “yéndose a la guerra” / “viendo ir a la guerra” / “y se va a la guerra” (vv. 27-28). 4 Son fenómenos que no suelen producirse cuando un texto se copia de otro texto, pese al hecho de que, como se nos dice, el copista memorizaba las palabras y luego se las dictaba a sí mismo: el proceso era demasiado rápido para que ocurran, verosímilmente, cambios como los apuntados. 5

Otro indicio de memorización son los cambios de lugar de las estrofas. En un romance como el nuestro, mucho más lírico que narrativo, las secuencias tienen tanta independencia, que la memoria suele hacerlas cambiar de sitio dentro de la composición. Guiándonos por la organización de la versión canónica, que no es más que una de tantas, vemos que la versión impresa en 1591 las ordena de esta manera (véanse los números a la derecha del texto aquí reproducido): 1-5-6-3; en el cancionero manuscrito de Jhoan López el orden es 1-5-2-3; en otro, de la Brancacchiana: 1-6-2-3, y el aparato de variantes muestra otras ordenaciones. Esta fluctuación típicamente memorística no suele darse cuando un texto escrito se copia de otro texto escrito. En vista de todo lo anterior, pregunto: ¿no son estas prueba suficiente del papel protagónico que la memoria desempeñaba en la transmisión de los textos? Yo diría que sí lo son.

Hay una variación que me parece especialmente interesante: la del estribillo. En Chacón y en algunos otros testimonios consta de dos hexasílabos: “Dexadme llorar / orillas del mar”, con una regularidad métrica que no tiene en la mayoría de las fuentes, desde las del siglo xvi ; ahí el estribillo reza “Dexadme llorar / orillas de la mar”, con esa ligera irregularidad de muchas canciones populares. El estribillo es, sin duda, creación de Góngora, quien, a mi ver, prefirió originalmente el “de la mar”, palabras que al cantar solían repetirse: “de la mar, de la mar…”.

El asunto no carece de importancia, pero Carreira no se manifiesta al respecto. En cambio, en su “respuesta” se detiene en la curiosa “variante” que encontré impresa dos veces en 1591, “…orillas del amar”. Según él, se trata de una errata debida “a que la regleta de separación se colocó [¿dos veces?] en lugar indebido” (214); y como si hiciera falta, documenta este tipo de erratas con varios casos de la misma fuente. Luego se mofa de una observación que hice entre paréntesis: “(Pienso que ya en el ‘orillas de la mar’ resuena subterráneamente esa otra idea [orillas del amar]…)”, y explico por qué: “La jovencita recién casada y ya abandonada estaba apenas viviendo el sabroso oficio del dulce mirar y eran solo los ojos de él los que la desvelaban: se encontraba realmente a las orillas del amar” ) (“Un poema”, 114). Carreira pretende divertirse a mi costa:

Una hermosa novela cuyo único fallo es admitir para un estribillo del siglo xvi una metáfora vanguardista. Ese amar con orillas es aún más moderno que el cantarcillo que puso Rulfo en Pedro Páramo: ‘Mi novia me dio un pañuelo / con orillas de llorar”, pues al fin un pañuelo puede tener huellas de llanto en sus bordes, mientras que el amar, difícilmente (215).

Por supuesto, es imposible que el amar tuviera huellas de llanto en sus bordes… Pero, como diría Cervantes, “está el daño” en que esa imagen poética, un pañuelo con orillas de llorar, es mucho más que la prosaica lectura que de ella hace Carreira, el cual no supo lo que hacía cuando trajo a colación, felizmente, esa coplita del siglo xix . En ella el pañuelo no es un simple pedazo de tela, sino un objeto simbólico, frecuente en las coplas populares modernas y siempre asociado con el amor, de modo que sus orillas de llanto nos están hablando de un sufrimiento amoroso. Si entendemos esto, de pronto se nos ponen lado a lado el “Dexadme llorar / orillas del amar” y el “pañuelo [=amor ] con orillas de llorar”6

Por otra parte, en poetas áureos, como, especialmente, Góngora, suele haber metáforas aún más osadas. Unos versos de Garcilaso (Canción IV, vv. 90-91) dicen: “muéstrame l’esperanza / de lejos su vestido y su meneo”, pasaje que se refiere al vestido y el “meneo” de la amada, pero que el pastor Antonio, en el romance que canta ante don Quijote (I, xi ), convierte en: “Tal vez la esperanza muestra / la orilla de su vestido”. Ya que Antonio se dirige a su amada Olalla, ese vestido con orilla no puede ser sino de la esperanza, metáfora tan audaz como las “orillas del amar” de la muy buena versión del romancillo de Góngora publicada en 1591.

El análisis de todas las variantes me llevó a la conclusión de que la mayor parte de ellas son

buenas alternativas que fueron surgiendo con la memorización y oralización del texto por recitadores, cantantes y aun copistas que, además, se sentirían a veces en libertad de modificar levemente los versos. Son cambios a menudo válidos, y más de uno podría proceder de un buen poeta, incluso del mismo Góngora (“Un poema”, 116).

Consta, en efecto, que Góngora, como otros contemporáneos, solía modificar sus poemas cuando los volvía a copiar.

Como puede imaginarse, todo esto de la validez de las variantes le resultó inadmisible a Carreira. Yo había considerada digna de imprimirse entera una versión del manuscrito italiano conservado en Florencia, el magliabechiano VII, 614, códice que Carreira califica ahora de “deleznable”. El romancillo contiene ahí varios rasgos interesantes, algunos de ellos compartidos con otros testimonios: “La más linda niña” (v. 1), “Y pues no se pueden” (v. 25), “viendo ir a la guerra” (v. 27). Una variante en especial, que figura también en la versión de un manuscrito conservado en Nápoles, me llamó mucho la atención: en los dos versos maravillosos “después que en mi lecho / sobra la mitad” (vv. 57-58), el manuscrito florentino trae: “…falta la mitad”. Al respecto, escribí (“Un poema”, 116): “Se diría, un error, pero no lo es: la mitad le sobra al lecho y le falta a la muchacha”. Dicho menos sintéticamente: en el lecho sobra la mitad y a la niña le falta su mitad, en línea —añado ahora— con la seguidilla que el propio Góngora puso, en 1620, en boca de una mujer cuyo marido está ausente: “La mitad del alma / me lleva el mar: / bolved, galeritas, / por la otra mitad”.7

A mi propuesta el señor Carreira replica sarcástico : “¿Le falta la misma (sic ) mitad que le sobra? No sabemos. La novela sigue su curso, y es lástima que no conozcamos el final” (216). Esto da una idea de la temperatura a la que ha subido esa “respuesta” que comenzó con un “mi admirada Margit Frenk”. Más sano hubiera sido decir, sin burlas ofensivas, que no se está de acuerdo con las ideas de esa señora y dar buenos argumentos.

Pero es que Carreira está encerrado en su estrecha concepción de las cosas. Su “respuesta” rechaza, por principio de cuentas, mi aseveración de que los romances eran memorizados, recitados y cantados: “nos faltan pruebas de que en la transmisión de la poesía culta interviniese la memoria de manera decisiva, y la prueba compete a quien afirma” (“Crítica”, 217). Quien afirma (o sea, yo) acaba de citar muchas variantes típicamente memorísticas, pero además, ha venido aduciendo pruebas en trabajos publicados desde 1982 y recogidos en el libro Entre la voz y el silencio, que a Carreira, si acaso lo conoce, no debe interesarle. Ahí hablo largamente, y con pruebas al canto, de la importancia de la memoria (¡y de la voz!) en la cultura medieval, renacentista y barroca 8 y de la abundantísima oralización de los textos escritos, en muy diferentes géneros. Dos estudios incluidos en el libro, uno de 1987 y el otro de 1992, se dedican específicamente a los manuscritos poéticos y a la memorización y oralización de los poemas breves de poetas cultos del Siglo de Oro. Por lo demás, son ya muchos los que defienden esas ideas que Carreira descalifica como “neorrománticas”. Cito a algunos. Don Antonio Rodríguez-Moñino, conocedor como nadie de la poesía del Siglo de Oro y de sus modos de transmisión, pudo decir que “la obra corta muchas veces no pasa de copia a copia, sino del recuerdo al papel, de la memoria a la pluma” (Construcción, 26); Alberto Blecua, nada menos que en su Manual de crítica textual (24), hubo de reconocer que “una copia puede haberse basado en el mero recuerdo y sin tener a la vista un modelo”; y con referencia al romancero María Cruz García de Enterría ha escrito que “la escasa fijación de los romances viejos en manuscritos” sería prueba del “papel que la memoria jugó en la transmisión del romancero, mucho más importante y crucial que para cualquier otro tipo de obra poética” (“Romancero”, 90). Y tiene razón mi amiga: los romances se prestan mucho más que otros poemas cortos a la memorización y, añado, a la consiguiente variación fecunda. Los sonetos, para citar un caso opuesto, también se memorizaban, pero los olvidos y las sustituciones podían no ajustarse a la estricta geometría rímica del poema y conducir, entonces, a francos dislates.

En cierto momento dice Carreira que “la oralidad del romancero, incluida la del viejo, estuvo siempre muy reforzada y retroalimentada por la escritura, cosa que las teorías neorrománticas han tendido a silenciar” (216). Sorprende que aquí reconozca la oralidad del romancero, y lo que dice sobre la retroalimentación de la escritura es totalmente cierto, como lo he expuesto con creces en los dos trabajos ahora mencionados. En “El manuscrito poético, cómplice de la memoria” digo, a la letra: “A los manuscritos se acudiría para leer y releer los poemas, las más veces, en voz alta, por cierto; pero también para grabarlos y afianzarlos en el recuerdo: venían siendo, pues […] un apoyo para la oralización” (Entre la voz, 150). 9

También: “la escritura, la copia de poemas, iba del brazo de la memoria y la oralización” (149). Mis “reflexiones acerca de la función de la memoria en la literatura antigua” (“Crítica”, 211) vienen de décadas atrás, y de ninguna manera “se apoyan sobre todo en el Éloge de la variante de Bernard Cerquiglini (Paris, Seuil, 1989)”, puesto que, como digo expresamente, a este inventivo autor (a quien solo conozco desde hace poco) “la memoria y la voz […] no le interesan mayormente” (“Un poema”, 106). 10 ¿No se supone que uno debe leer bien los trabajos contra los que uno polemiza?

Cerquiligni sostiene, sí, la movilidad de los textos medievales y su carencia de un texto fijo, pero —y en esto coincide curiosamente con Carreira— a base únicamente de los documentos escritos. Puesto que, como gloso en mi artículo, la transmisión de un texto “dependía de una compleja combinación de ejecutantes, poetas y copistas —un atelier d’écriture —, ningún texto era inalterable; todos estaban sujetos a una constante reescritura” (“Un poema”, 106).

En su “respuesta”, Carreira se detiene largamente en la cuestión de los cancioneros musicales de la época. Yo había notado que él no le dio importancia al hecho de que “varios de los testimonios utilizados son cancioneros polifónicos” (“Un poema”, 110-111). Él contrargumenta ahora que el hecho sí se “indica, siempre, al fin de cada prefacio” a los 94 romances (“Crítica”, 211), o sea, como dato pertinente para la edición de cada romance, pero no como un fenómeno al que haya que darle el peso que tuvo y que, a mi ver, debió mencionarse en la Introducción. Es bien sabido que los cancioneros musicales ofrecen versiones truncas de los poemas, cosa que Carreira vuelve a documentar minuciosamente, para concluir que “ni con la mejor voluntad se las puede tener en cuenta para establecer un texto crítico” (212). Tiene toda la razón del mundo. Pero la cosa no iba por ahí: pese a su escasez, los cancioneros musicales para mí constituyen simplemente una prueba valiosa de que los romances (viejos y nuevos) se cantaban. El hecho de que aparezcan truncos en los cancioneros podría explicarse incluso porque los cantores se sabrían el texto completo y no necesitaban tenerlo ante los ojos.

Aún más valiosos para nuestro propósito son los manuscritos poéticos que incluyen cifras para guitarra, pues no solo vienen a confirmar que los romances nuevos se cantaban, sino que tenían melodías bien conocidas, de modo que solo hacía falta enseñarles a los cantores qué acordes tocar para acompañar su canto con la guitarra. De hecho, para nosotros hoy esas cifras son frustrantes: desearíamos conocer la melodía; pero como todos se la sabían, no hacía falta registrarla.

Dice A. Carreira en su “respuesta”:

La escasez de transcripciones musicales11 conservadas en ‘mentirosos cartapacios’, se compadece muy mal con lo de que el romancero nuevo sea un género ‘consustancialmente cantado’, y menos aún con que semejante canturía, cuando se da, tenga algo que ver con la transmisión real de los textos (213).

La lógica de la primera aseveración se me escapa (no era, ni es, fácil escribir una partitura musical), y en cuanto a la segunda, impresiona el desprecio con que trata, por una parte, la música polifónica de aquel tiempo y, por otra, la difusión de los poemas, que él coloca muy por debajo de su “transmisión real”, o sea, de la escrita: los cancioneros musicales, dirá poco después, “no pertenecen a la transmisión textual de Góngora sino a su difusión, cosa muy distinta” (212). Y qué bien que lo haya dicho con tal claridad. La crítica textual a la Carreira se interesa exclusivamente por la “transmisión textual”, o sea, la que se manifiesta, negro sobre blanco, en los papeles conservados; presupone que eso que está escrito ahí fue necesariamente copiado de otro texto escrito, siempre de los ojos al papel. La difusión oral y memorística de la poesía no le interesa; sabe que existió, pero la descarta de antemano. Para él, como para otros neopositivistas, lo que no consta en papeles no existe. Si don Quijote cita de memoria muchos romances, eso se lo inventó Cervantes; si un filólogo actual insiste en que los papeles conservados no necesariamente son copias deficientes de otras copias, eso es especulación pura, cuando no “novela”.

Así, la “crítica de la edición crítica” resulta no tener mucho sentido crítico. Y a este propósito, uno esperaría encontrar en la “respuesta” comentarios sobre varias cosas de “Un poema” que no se mencionan siquiera. ¿Por qué, por ejemplo, no se dice nada sobre el anonimato de las versiones de este romance, como de los demás? ¿Acaso no es un hecho significativo? ¿Por qué no se pronuncia una palabra sobre esa cuarta secuencia (versos 31-38) de la versión canónica, a la que yo califiqué de “pobre” (y fue poco decir)? ¿Solo porque forma parte de la versión del poema, única aceptada? ¿Por qué tampoco se pronuncia Carreira sobre las dos formas del estribillo? Y así podríamos seguir preguntando, me temo que inútilmente. ¿Acaso tendría sentido sugerirle a Carreira que considere la posibilidad de que las versiones de Chacón no sean necesariamente las mejores y de que haya otras igualmente dignas de publicarse?

Pero seamos justos. Hacia el final de la “respuesta” encontramos con sorpresa una especie de palinodia: dice Carreira que, a pesar de sus puntos débiles, mi artículo lo ha hecho reflexionar. Él, que ha subtitulado “Edición crítica” a la edición de los romances de Góngora, cuestiona ahora “la conveniencia de hacer ediciones críticas en la poesía del Siglo de Oro”. Añade que “por algo ese mismo rótulo no aparece en las debidas a filólogos competentes, como José Manuel Blecua o Biruté Ciplijauskaité, en las cuales hay aparato crítico, pero no texto que así pueda calificarse” (219). Las ediciones de poesía del Siglo de Oro que tienen en cuenta todos los testimonios conocidos “no son, pues, críticas en sentido estricto […]; en realidad podrían designarse variorum editiones… ” (220). ¿Variorum, cuando casi no permiten conocer, incluso, otras buenas versiones? En todo caso, seguimos, claro, atados a la escritura. Lo que no podrá reconocer Carreira es lo que he llamado “la otra visión”. Y es que, evidentemente, se trata de dos posiciones antagónicas e irreconciliables. ¿Qué le vamos a hacer?

Referencias

  1. Blecua, 1983 Alberto Blecua; Manual de crítica textual, Castalia, Madrid (1983)
  2. Carreira, 2012 Antonio Carreira; Crítica de la edición crítica. Respuesta a Margit Frenk; Acta Poetica (2012), pp. 211–221 33_2, julio-diciembre
  3. Díez Borque, 1985 josé María Díez Borque; El libro: de la tradición oral a la cultura impresa, Montesinos, Barcelona (1985)
  4. Frenk, 1987 Margit Frenk; La poesía oralizada y sus mil variantes; Entre la voz (1987), pp. 121–135
  5. Frenk, 1992 Margit Frenk; El manuscrito poético, cómplice de la memoria; Entre la voz (1992), pp. 136–151
  6. Frenk, 2005 Margit Frenk; Entre la voz y el silencio. La lectura en tiempos de Cervantes, Fondo de Cultura Económica, México (2005)
  7. Frenk, 2011 Margit Frenk; Un poema en movimiento: La más bella niña , de Luis de Góngora  ; López Guil Itziar, jenaro Talens (Eds.), El espacio del poema. Teoría y práctica del discurso poético, Biblioteca nueva, Madrid (2011), pp. 105–117
  8. García and María, 1988 De Enterría García, Cruz María; Romancero: ¿cantado-recitado-leído?; Edad de Oro, 7 (1988), pp. 89–104
  9. Góngora, 1921 Luis de Góngora; R. Foulché-Delbosc (Ed.), Obras poéticas, 3, Hispanic Society of America, Nueva York (1921) Ed. Facsimilar, Nueva York, Hispanic Society of America, 1970
  10. Góngora, 1998 Luis de Góngora; Carreira Antonio (Ed.), Romances, 4, Quaderns Crema, Barcelona (1998)
  11. Montesinos, 1963 josé F Montesinos; Prólogo a Lope de Vega; Poesías líricas, 2, Espasa-Calpe, Madrid (1963)
  12. Rodríguez-Moñino, 1965 Antonio Rodríguez-Moñino; Construcción crítica y realidad histórica en la poesía española de los siglos xvi y xvii, Castalia, Madrid (1965)
  13. Rodríguez-Moñino, 1968 Antonio Rodríguez-Moñino; Poesía y cancioneros, Real Academia Española, Madrid (1968)

Notes

1. Rodríguez-Moñino (Poesía, 26) habla sobre “el diverso concepto que, en siglos pasados, autorizaba la refundición de obra ajena”, y Alberto Blecua (Manual, 211) ha dicho que “la refundición es fenómeno igualmente frecuente en una sociedad habituada a las glosas, a los contrafacta, a la traducción-imitación, y que todavía siente la obra literaria como un bien común que puede modificarse”. Véase Frenk, Entre la voz, 143n.

2. Para las fuentes de otros romances, a veces se nos ofrecen indicaciones como: copia de tal otro manuscrito, copia con descuidos, buen manuscrito, etcétera.

3. Discrepo ahora de mi opinión anterior, pues allá consideraba la versión de 1591 un poema distinto del posterior.

4. Véase Frank, Entre la voz, 149.

5. Claro que la memorización y la oralización también producen disparates, que sue len coincidir con los que ocurren al copiar, como en palabras que se escucharon mal: “conciertan mis ojos”, por “conviertan”, v. 15; “harto pedir fuera”, por “harto peor fue ra”, v. 37; “quien hará mi paz” o “quien era mi par”, por “quien era mi paz”, v. 28; y el peor de todos: “porque en mi lecho / sobra la amistad”, vv. 57- 58.

6. Agradezco a Coral Bracho su valiosa colaboración en este y otros aspectos del presente trabajo.

7. Obras poéticas, t. 2, núm. 345.

8. Se equivoca Carreira cuando dice que Frenk “aplica a la poesía áurea conceptos más bien apropiados a la medieval” (219). Lo mismo, cuando asevera que creo “válidos para la poesía culta criterios que rigen en la popular” (219). No hay tal: la variación en poesía popular es bien distinta, pues se alimenta de elementos preexistentes en la tradición oral, cosa que no puede ocurrir en un poema “culto”. Si he señalado semejanzas, es porque un poema culto que circula memorizado y oralizado también va engendrando variantes.

9. Véase igualmente “La poesía oralizada y sus mil variantes”, Entre la voz, 121-135.

10. En una nota cito este pasaje: “On ne prendra pas ici la défense de l’oral, du corps, de la voix” (“Un poema”, 106, n. 6). Es un probable rechazo de las ideas de Paul Zumthor.

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Published on 03/04/17

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